25.1.11

El verbo era presente

No sabemos cómo fue pero pasó. Estábamos jugando al chinchón encerrados cerca de la cama con sábanas de colores secos, mamá, papá, quedaban afuera para dejarnos construir un mundo diferenciado, un mundo otro, que pretendió ser hermoso y terminó siendo un paréntesis abierto, uno sólo, sin cierre ni avance estructural. Una noche, esa noche, en la cena, papá, que leía y releía siempre cada línea aérea de los diarios, que vivía y vive frente al noticiero como si tuviera ritmo de imán, nos dice que mataron a un fotógrafo en Pinamar. No habíamos escuchado de Cabezas, sabíamos de Noticias, el papá de mi amiga Déborah tenía en su casa toda la colección, de la primera a la última, daba miedo la desobediencia. Un golpe conformador, una aridez de la acción cotidiana. Nos quedamos en la mesa discutiendo un poco, poco, porque el silencio era amo y señor del aire que tan rápido como se fue empezó a perder su rumbo, a mezclar los sentidos conducidos a propósito, indefinidos, en un solo lugar.

El canto se volvió único, monotonía de la época, Cabezas presente era el verbo en singular, presente simple, robo del presente continuo, deseo de futuro perfecto de un pasado imposible. Habíamos perdido la resolución, porque los actores se hacían luces grises en altura superficial. Un gobernador en clave vertical, una fuerza policía atascada de odio y sífilis, esperando la crucifixión, un empresario masticando el poder hasta quedarse sin boca, sin sed, sin determinar. Un periodista y un fotógrafo en símbolo de héroe porque ya no se sabía qué hacer. Dejamos el dolor, la entraña de lo hondo que no puede y no entiende, multiplicado, creciendo en una dimensión de ausencia ahogado de respuestas. Y las palabras durmiendo en la costa, despertando un cúmulo de extractos carnales de corte y hueso, nada, porque no había discurso posible capaz de solidificar la arena que ya estaba quebrada, ese enero, en la playa de nombres y descarnización.

Todo el periodismo se cubrió con Cabezas, cada volanta era un crimen, cada bajada la farsa vestida de posibilidad, cada título la catarsis que desde las redacciones ensayaban para fracasar sin piedad contra un muro vacío de intenciones. El poder y la impunidad, la época sustanciada en esa imagen de televisión inconclusa porque las frases explicaban lo que todos creíamos y se decía sólo desde el perfil bajo que construyó con la muerte el imperio del final, el entierro adelantado. El periodismo se había quedado muerto en Pinamar, esa noche de viento y complicidad.

Hay casos policiales que se vuelven políticos y se vuelven sociales y se vuelven todo, esos de los que no podés dejar de hablar en tu casa, en la panadería, con el compañero de banco casual de la facultad, con tu tío al que nunca le hablás, con tu amigos que piensan parecido y te podés relajar. Hay casos que son como una nube de polvo estancada en la garganta, un rayón negro con manchones en la hoja. Cuando mataron a Cabezas había pocas computadoras, era un lujo, un privilegio, un signo de pertenencia. No estábamos comunicados, hablábamos en persona, lo que pensábamos sobre su muerte lo pensábamos en la oralidad, lo primero que salía expulsado, no se podía borrar, ni guardar ni mandar por escrito a ninguna casilla de almacén de datos y estereotipos, el relato era oral y era directo y era ya. Era otro el entramado social, pero el impacto fue idéntico, pegando en cada esquina, repitiendo la escena final, de rodillas ante sus asesinos, el auto carbonizado en tridimensión de cadena nacional.

No hubo nunca más una forma de decir por qué murió, por mostrar una imagen negada, por salir a buscar y traerte caminando en la playa, estampado en la tapa de la revista de leyes, de estatuto esclavizado a la cuenta. No hubo nunca más un sintagma de verdad en las fojas cero de la investigación hostil, jueces que no ideaban causas ni consecuencias, policías que no decían ni qué día nacieron, compañeros que lloraban, lágrimas apretadas prendidas fuego en el mismo auto que trasladó y se quemó con su cuerpo. No hubo nunca más una oración reproducida, acá, allá, en los asientos de los taxis, en las vidrieras de las casas de moda, en la voz suprimida de expresiones de la medianoche, una cinta negra y no se olviden.

Cabezas pasó, ya no se habla en presente, tal vez una sola vez por año, cada 25 de enero de condenas perdonadas. Todos se olvidaron, el nudo de las cintas se perdió debajo del mar. Lo único que queda es su mirada en ensayo absurdo de gigantografía estampada en el edificio de Perfil, cada semana, de entrada y salida, siguiendo los pasos de periodistas, fotógrafos que borraron su firma y pasan por los molinetes sólo para sobrevivir. No queda ni presente en sus ojos, ni falsa paranoia, ni siquiera, una épica para poder contar cómo siguió la historia.

19.1.11

La voz eterna de Janis Joplin

En el universo de la música hay voces, ciertos artistas que se destacan por el sonido que irradian a través de sus gargantas desde un lugar que no parece ser de este mundo. Janis Joplin era y siempre será una de esas voces capaces de convertir en única cualquier canción común. En su voz hay un desgarro melancólico, a veces suave, otras avasallante hasta parecerse a un grito, pero siempre lleno de puro sentimiento, como si estuviera dejando la vida en cada melodía. Su voz irrepetible estaba acompañada de su figura exaltada, llamativa, como un símbolo rebelde e inconformista. Cantar era su modo de resistir y el único espacio posible capaz de satisfacerla. Apenas un puñado de discos grabó antes de morir con tempranos 27 años, sumergida en la heroína y el alcohol. Hoy sería su cumpleaños 68 y su legado permanece, despertando la fascinación de las nuevas generaciones. “Hay que llorar hasta romperse, para crear o decir una pequeña canción, gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia”, dice la poesía Para Janis, que le dedicó Alejandra Pizarnik, otra artista que se fue porque no era de este mundo. Eso hacía Janis Joplin con su música, eso sigue haciendo, cubrir los agujeros de la ausencia.

2.1.11

Dormir en casas de familia en Cuba

Cuba no es sólo su arquitectura impregnada de tradición española y belleza caribeña, no es sólo cultura africana e impronta indígena, no es nada más que tanta historia revolucionaria viva en cada esquina, no es sólo ritmo y alegría, Cuba es también, y tal vez sobre todo, un pueblo abierto y entrañable. Y no hay mejor forma de conocer a ese pueblo que viviendo en casas particulares, porque la vida real de Cuba está entre la calidez y generosidad de su gente.
Luego de tener el primer contacto con La Habana, en un recorrido en taxi desde el Aeropuerto José Martí hasta el barrio el Vedado, llegué a la casa de Hortensia en la calle 25, entre H e I, que había contactado por Internet. Antes de la Revolución, las familias de mayor poder adquisitivo residían en esta zona de caserones coloniales, que a pesar del deterioro mantienen algo de aquella opulencia burguesa.






Hortensia es amable, cordial y una gran anfitriona, pero es también la muestra más nítida de ese sector de la población de la ciudad que no acepta haber perdido sus privilegios y que sueña con mudarse para siempre a lo que considera el paraíso consumista de Miami. “Hace 51 años que aquí no pasa nada”, dice al recibir a los turistas.
Alquilar habitaciones en la capital del país cuesta alrededor de 30 cuc y el desayuno suele cobrarse cerca de 3. Algunas casas también ofrecen cena. Además de las charlas interminables con sus habitantes sobre todo lo que pasa en la isla, quedarse en casas de familias tiene la ventaja de poder probar una comida exquisita y casera. Los desayunos son abundantes y deliciosos, consisten en tostadas con manteca, huevos revueltos, jugos naturales y la mejor fruta de la isla.




Luego de nueve días recorriendo La Habana es momento de partir hacia Cienfuegos. Hortensia me recomienda la casa de Raquel y Osmani. Y al llegar al pueblo, ahí está Raquel esperándome en la estación con un cartel de bienvenida. Al llegar, una escalera externa abre el camino hasta un living decorado con objetos sencillos, de una época que hace recordar a la infancia, que desemboca en un balcón terraza desde el que puede sentirse la brisa y el viento de mar.




Después de emotivas despedidas, el viaje continúa hacia Trinidad. El sol irrumpe en la estación y quema los adoquines de este pueblo repleto de un encanto atemporal. Caminar por las calles de Trinidad, entre paladares y ritmo de reggaeton cubano que se mezcla con tradición colonial se parece a un viaje al pasado que mantiene su inmediato esplendor.



Ruth recibe a los viajeros en su casa y sirve la mesa en un patio envuelto en enredaderas. Su comida es la mejor que probé durante la estadía en Cuba. Abundante, variada, fresca y riquísima. Jugos de guayaba y papaya se convierten en la mejor manera de empezar el día.
Al terminar el viaje, el visitante se queda con la certeza de haber conocido un lugar único en el mundo, donde la vida avanza a otro ritmo y el olor del mar se refleja en las calles fuera del tiempo.