27.5.11

Clarice


¿Escribo o no escribo?
No quiero competir en una carrera conmigo mismo. Un hecho. ¿Cómo se vuelve al hecho? ¿Debo interesarme por el acontecimiento? ¿Podría descender hasta el punto de llenar las páginas con informaciones sobre los “hechos”? ¿Debo imaginar una historia o doy rienda suelta a la inspiración caótica? Tanta falsa inspiración. ¿Y si viene la verdadera y no llego a tomar conciencia de ella? ¿Será demasiado horrible querer adentrarse en uno mismo hasta el límpido yo? Sí, y cuando el yo comienza a no existir, a no reivindicar nada, comienza a formar parte del árbol de la vida: eso es lo que lucho por alcanzar. Olvidarse de sí mismo y no obstante vivir intensamente.
Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: las palabras que digo esconden otras: ¿cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo.
Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo. Como si éste levitase. Mi espíritu está vacío por tanta felicidad. Tengo ahora una libertad íntima sólo comparable a un cabalgar sin destino a campo traviesa. Estoy libre de destino. ¿Sería mi destino alcanzar la libertad? No hay una arruga en mi espíritu, que se explaya en espuma fugaz. Ya no me siento acosado. Estado de gracia.

Un soplo de vida, Clarice Lispector.

22.5.11

Sábados en Fátima

Apenas un galpón rectangular, un par de tablas de madera, algunas banquetas y muchos papeles blancos y lápices de colores. No hace falta nada más, ningún otro objeto material para que cerca de veinte jóvenes universitarios pasemos las mañanas de los sábados en el Barrio Fátima de Villa Soldati dando apoyo escolar a chicos que van a la escuela primaria, pero que en cualquier momento pueden dejar de ir.


En el marco del Programa Integral de Acción Comunitaria en Barrios Vulnerables del área de extensión universitaria de la UBA, nos encontramos entre nubarrones a las diez y media de la mañana en la estación Plaza de los Virreyes del Premetro, un tranvía que enfrenta el paso del tiempo y atraviesa todo el sur de la ciudad. A muchos se nos nota el sueño en los gestos, pero los párpados que se caen solos no nos impiden llegar a tiempo, vengamos de donde vengamos.Luego de un viaje corto, nos bajamos en la estación Somellera y caminamos por la avenida Mariano Acosta en fila india como en una procesión. Al dar vuelta la esquina, pasando pocos metros el puesto que vende chori y morci a cinco pesos, aparece el Comedor Comunitario La Fe y una pequeña multitud de chicos esperando que se lanza a saludarnos uno por uno.


Los voluntarios que van hace más tiempo se encargan de la organización, de buscar que cada chico tenga con quien trabajar, de entregar fichas de cada uno, de hacer el mate y de abrir los paquetes de galletitas. A partir de ahí las carpetas se empiezan a abrir, hojas con cuentas borroneadas, papeles pegados y correcciones en rojo. El objetivo es hacer la tarea que les mandaron o repasar para una prueba y el desafío más grande es lograr que nos presten atención, que puedan concentrarse y no se pierdan en un mundo imaginario y cercano, porque dividir les queda lejos, multiplicar todo lo que quieren ser es más fácil que traerlos al presente de un mundo escolar repleto de dificultades.

Nayla va a cuarto grado y tiene que hacer una lista de los conflictos que presenta el cuento Caperucita Roja. No sabe por dónde empezar, ni siquiera sabe qué es un conflicto porque nadie se lo explicó, aunque su vida conviva con ellos todos los días. De a poco va contando qué pasa en el cuento, las relaciones entre los personajes y aunque le cuesta va escribiendo una por una las situaciones conflictivas del clásico que leímos todos y que tal vez sea hora de reemplazar.
La tarea terminó, pero todavía quedan algunos minutos antes de que su mamá la venga a buscar.

- ¿Profe, cuando usted iba al colegio también le daban una netbook?
- No, cuando yo iba al colegio ni siquiera existían las netbooks.
- Ah ¿usaban esas cosas que tienen para poner papeles por arriba, con letras?
-Sí, máquinas de escribir.

Me cuenta que a ella y a todos sus compañeros de la escuela les van a dar una netbook para que se lleven a sus casas y puedan practicar. Está fascinada, dice que la tiene que cuidar mucho, que no se la pueden robar, ni se puede romper. Le digo que no se preocupe, que no va a pasar nada. Nayla sonríe cuando habla, le brillan los ojos y mira fijo como si no tuviera miedo, pero a veces las palabras se le cortan y se queda en silencio, quizás porque se cansó, quizás porque no quiere decir más.
Mientras tanto, Victoria intenta armar un rompecabezas con Gimena, que va a tercer grado. Están las dos sentadas en el suelo, concentradas, mirando las piezas entre las baldosas frías. Arriba, en el primer piso Pablo está con dos chicos de quinto grado enseñándoles a jugar al ajedrez.
Cuando las dos horas pasan decidimos ir a recorrer la feria del barrio que está a dos cuadras de ahí, debajo del puente. Desde mandioca a pollo frito, desde utensilios de cocina a electrodomésticos, desde ropa de mujer a muñequitos rojos, discos pirateados, garrafas de gas. En la feria todo se encuentra, en medio del barro, en medio de las miradas perdidas.


- ¡Muñequitos del amor a sólo diez pesos!
- La próxima vez venimos con más tiempo y nos comemos unos choris.

El barrio Fátima está ubicado a diez cuadras del Parque Indoamericano y tiene alrededor de diez mil habitantes. En las calles hay puestos de comida, verdulerías, hasta una peluquería móvil y castillos inflables. También está la imagen del Gauchito Gil por todas partes, pintada en las paredes, eternizada en santuarios improvisados, un héroe popular capaz de hacer los milagros a los que no llegan los santos tradicionales.


El mediodía pasó y el cielo empieza a abrirse. Los chicos se van caminando solos o con sus madres, por la calle. Nosotros tomamos el Premetro para volver a la ciudad.