La nena del 5º B siempre estaba gritando por los pasillos, su voz era aguda, monótona, pero estridente. No decía nada, sólo producía un sonido ensordecedor. Sus padres no la retaban en público, esperaban siempre a pasar la puerta de su departamento para lanzar la catarata de insultos que la pobre niña recibía sin inmutarse. En esos momentos, todo en ella era silencio.
En los días de calor acostumbraban dejar la puerta abierta, tal vez les faltara el aire y creían que algo de brisa externa podía llegar a esa punta del edificio por algún recoveco de la escalera. Toda clase de sonidos provenía de esa luz al final del pasillo, a veces incomprensibles, otras nítidos como la noche sin viento. A veces sonaba Rehab de Amy Winehouse, pero sólo a veces. Una tarde de domingo, los gritos de la pequeña niña se transformaron en llantos desgarradores. Los padres iban y venían por los pasillos, subían y bajaban las escaleras y murmuraban palabras ininteligibles. Algo les había pasado, pero la puerta del departamento seguía abierta, como si cerrarla fuera una maldición.
A las 7 y media de la tarde tocaron el timbre. No fue un sonido suave, fue un ruido insistente, convencido, tan seguro que me asustó. No conozco a los vecinos, nadie me toca la puerta a ninguna hora. Era el administrador. Un señor de 80 años, que se desintegra.
- ¿No vio una tortuga?
- No, no vi.
No veía una tortuga desde hacía más de 15 años.
-Porque se escapó del 5º B y la nena no para de llorar. Me pidieron que le pregunte si no la había visto.
Cerré la puerta. Los gritos se iban apagando de a poco.
4.1.10
Un día se marchó
Etiquetas:
Microrrelato
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