La inmensidad es tan abarcadora que deslumbra. Cardones silenciosos protagonizan un paisaje áspero y lejano, pero inquebrantable. Diego vive al pie del monte. “No tengo nada que ver con Maradona”, dice cuando se presenta. Para él la vida es quietud y lucha, allá en Juella, un pueblo que resiste el olvido del otro lado de Tilcara. Sólo una calle arbolada recorre sus casas hechas de adobe y tierra. Diego vive cruzando el río seco, que sólo conoce algunas pequeñas gotas de agua cuando el cielo se abre y las gotas como lágrimas vuelven a caer. Así pasa sus días, sentado mirando el río sin agua, colgando las pieles que luego bajará a vender una vez por mes. Tal vez evocando un tiempo pasado de apogeo indígena, del que sólo quedan rastros, que aunque indeclinables se mezclan con signos de una cultura globalizada. En la mirada brava de Diego, en los montes inmemoriales, en el sonido del silencio, en la oscuridad de las noches frías y en las piedras inmutables están las huellas de una identidad distante, que a pesar del menosprecio y la indiferencia forma parte de esto que somos en esta parte atormentada del continente.
10.3.09
La casa de Diego
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Jujuy
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