No sabemos cómo fue pero pasó. Estábamos jugando al chinchón encerrados cerca de la cama con sábanas de colores secos, mamá, papá, quedaban afuera para dejarnos construir un mundo diferenciado, un mundo otro, que pretendió ser hermoso y terminó siendo un paréntesis abierto, uno sólo, sin cierre ni avance estructural. Una noche, esa noche, en la cena, papá, que leía y releía siempre cada línea aérea de los diarios, que vivía y vive frente al noticiero como si tuviera ritmo de imán, nos dice que mataron a un fotógrafo en Pinamar. No habíamos escuchado de Cabezas, sabíamos de Noticias, el papá de mi amiga Déborah tenía en su casa toda la colección, de la primera a la última, daba miedo la desobediencia. Un golpe conformador, una aridez de la acción cotidiana. Nos quedamos en la mesa discutiendo un poco, poco, porque el silencio era amo y señor del aire que tan rápido como se fue empezó a perder su rumbo, a mezclar los sentidos conducidos a propósito, indefinidos, en un solo lugar.
El canto se volvió único, monotonía de la época, Cabezas presente era el verbo en singular, presente simple, robo del presente continuo, deseo de futuro perfecto de un pasado imposible. Habíamos perdido la resolución, porque los actores se hacían luces grises en altura superficial. Un gobernador en clave vertical, una fuerza policía atascada de odio y sífilis, esperando la crucifixión, un empresario masticando el poder hasta quedarse sin boca, sin sed, sin determinar. Un periodista y un fotógrafo en símbolo de héroe porque ya no se sabía qué hacer. Dejamos el dolor, la entraña de lo hondo que no puede y no entiende, multiplicado, creciendo en una dimensión de ausencia ahogado de respuestas. Y las palabras durmiendo en la costa, despertando un cúmulo de extractos carnales de corte y hueso, nada, porque no había discurso posible capaz de solidificar la arena que ya estaba quebrada, ese enero, en la playa de nombres y descarnización.
Todo el periodismo se cubrió con Cabezas, cada volanta era un crimen, cada bajada la farsa vestida de posibilidad, cada título la catarsis que desde las redacciones ensayaban para fracasar sin piedad contra un muro vacío de intenciones. El poder y la impunidad, la época sustanciada en esa imagen de televisión inconclusa porque las frases explicaban lo que todos creíamos y se decía sólo desde el perfil bajo que construyó con la muerte el imperio del final, el entierro adelantado. El periodismo se había quedado muerto en Pinamar, esa noche de viento y complicidad.
Hay casos policiales que se vuelven políticos y se vuelven sociales y se vuelven todo, esos de los que no podés dejar de hablar en tu casa, en la panadería, con el compañero de banco casual de la facultad, con tu tío al que nunca le hablás, con tu amigos que piensan parecido y te podés relajar. Hay casos que son como una nube de polvo estancada en la garganta, un rayón negro con manchones en la hoja. Cuando mataron a Cabezas había pocas computadoras, era un lujo, un privilegio, un signo de pertenencia. No estábamos comunicados, hablábamos en persona, lo que pensábamos sobre su muerte lo pensábamos en la oralidad, lo primero que salía expulsado, no se podía borrar, ni guardar ni mandar por escrito a ninguna casilla de almacén de datos y estereotipos, el relato era oral y era directo y era ya. Era otro el entramado social, pero el impacto fue idéntico, pegando en cada esquina, repitiendo la escena final, de rodillas ante sus asesinos, el auto carbonizado en tridimensión de cadena nacional.
No hubo nunca más una forma de decir por qué murió, por mostrar una imagen negada, por salir a buscar y traerte caminando en la playa, estampado en la tapa de la revista de leyes, de estatuto esclavizado a la cuenta. No hubo nunca más un sintagma de verdad en las fojas cero de la investigación hostil, jueces que no ideaban causas ni consecuencias, policías que no decían ni qué día nacieron, compañeros que lloraban, lágrimas apretadas prendidas fuego en el mismo auto que trasladó y se quemó con su cuerpo. No hubo nunca más una oración reproducida, acá, allá, en los asientos de los taxis, en las vidrieras de las casas de moda, en la voz suprimida de expresiones de la medianoche, una cinta negra y no se olviden.
Cabezas pasó, ya no se habla en presente, tal vez una sola vez por año, cada 25 de enero de condenas perdonadas. Todos se olvidaron, el nudo de las cintas se perdió debajo del mar. Lo único que queda es su mirada en ensayo absurdo de gigantografía estampada en el edificio de Perfil, cada semana, de entrada y salida, siguiendo los pasos de periodistas, fotógrafos que borraron su firma y pasan por los molinetes sólo para sobrevivir. No queda ni presente en sus ojos, ni falsa paranoia, ni siquiera, una épica para poder contar cómo siguió la historia.
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